|
¿Es posible aportar desde otra mirada disciplinar
a un problema tan complejo y urgente? ¿Un
buen espacio público puede inducir comportamientos
sociales y hacer más segura una ciudad? Algunos
sostienen que reparar rápido las "ventanas
rotas" y volver a pensar la calle son la mejor
política preventiva.
En 1969 Philip Zimbardo, profesor de la Universidad
de Stanford, realizo un experimento en el marco de
sus investigaciones sobre psicología social.
Estacionó un automóvil sin patente con
el capot levantado en una calle del descuidado Bronx
de Nueva York, y otro similar en una calle del rico
barrio de Palo Alto, California. El automóvil
del Bronx fue atacado en menos de diez minutos. Su
aparente estado de abandono habilitó el saqueo.
El automóvil de Palo Alto no fue tocado por
más de una semana. Luego Zimbardo dio un paso
más, rompió una ventana con un martillo.
De inmediato los transeúntes comenzaron a llevarse
cosas. En pocas horas, el auto había sido totalmente
deteriorado. En ambos casos muchos de los saqueadores
no parecían ser gente peligrosa.
La experiencia,
que derribó más de un prejuicio, habilitó que
los profesores de Harvard George Kelling y James Wilson
desarrollaran en 1982 la Teoría de las
Ventanas Rotas: "Si una ventana rota se deja
sin reparar, la gente sacará la conclusión
que a nadie le importa y que el lugar no tiene quien
lo cuide. Pronto se romperán más ventanas,
y la sensación de descontrol se contagiará del
edificio a la calle, enviando la señal de que
todo vale y que allí no hay autoridad".
A raíz de ello Kelling fue contratado -mucho
antes de Rudolph Giuliani y sus controvertidas políticas
de "tolerancia cero"- como asesor
del subte de Nueva York, donde reinaban la inseguridad
y el delito. Su primer desafío fue convencer
al progresista alcalde de la ciudad, el demócrata
Ed Koch, que la solución no era poner más
policía y hacer más arrestos, como la
mayoría reclamaba, sino limpiar e impedir sistemáticamente
los graffitis en los vagones, hacer que todo el mundo
pague su boleto, y erradicar el vagabundeo en el subte.
Pese a la lluvia de críticas, la transformación
del Metro de Nueva York comenzó mediante símbolos
y detalles concretos, pero muy visibles, que restablecían
el orden y la autoridad. Hasta el afamado diseñador
Massimo Vignelli, autor de la señalización,
resolvió invertir los colores de sus carteles a tipografía
blanca sobre fondo negro para desalentar a los graffiteros.
Hoy es un modelo de espacio público seguro y
eficiente, y un emblema que los neoyorquinos no están
dispuestos a volver a poner en riesgo.
La idea es sencilla pero poderosa: Las
malas costumbres se contagian rápido, pero las
buenas, con esfuerzo y continuidad, pueden desplazarlas. ¿Cuantas
cosas a nuestro alrededor están en estado crítico
por nuestra indiferencia ante el primer síntoma
de que algo no estaba bien? ¿Cuántas
ventanas rotas vemos por día? Se trata de marcar
los límites y evidenciar malas prácticas
y hábitos con estrategias situacionales y preventivas
que involucren tanto a las autoridades como a la comunidad
en una resolución participativa de los problemas.
Pero
también reivindicar
el rol del Estado en la regulación y control
de un ámbito
donde siempre debe privilegiarse el interés
general por sobre cualquier apropiación particular -pequeña
o grande- por mas justificada que sea. A diferencia
de lo que muchos sostienen desde una errónea
perspectiva libertaria, la convivencia democrática
en el espacio público exige restringir la libertad
individual para maximizar su buen uso y el disfrute
colectivo.
Algunas de las ciudades más exitosas en esta
materia han salido de sus espirales de deterioro conjugado
la planificación proactiva con alta calidad
de diseño, materiales y construcción,
sumado a la instalación de una cultura de la
higiene urbana y el mantenimiento constante, o como
le gusta decir al ex-alcalde de Curitiba,
Jaime Lerner: "Obsesión
por la acupuntura urbana".
Una de las primeras en señalar estas cuestiones
fue Jane Jacobs, famosa y polémica
militante por los derechos civiles en Nueva York. Inicialmente
ridiculizada por los tecnócratas del urbanismo
moderno, hoy es reivindicada y citada hasta por el
propio presidente Obama. En su libro "Muerte
y vida de las grandes ciudades" (1962)
va a rescatar las ricas preexistencias de la ciudad
multifuncional, compacta y densa donde la calle, el
barrio y la comunidad son vitales en la cultura urbana.
"Mantener la seguridad de la ciudad
es tarea principal de las calles y las veredas". Para ella una calle
segura es la que propone una clara delimitación
entre el espacio público y el privado, con gente
y movimiento constantes, manzanas no muy grandes que
generen numerosas esquinas y cruces de calles, donde
los edificios miren hacia la acera para que muchos
ojos la custodien.
Como plantea la ONU: "El futuro
de la humanidad y del planeta depende de tener mejores
ciudades".
Sabemos que replegarnos al espacio
privado, o huir al insustentable urbanismo difuso de
las periferias no es solución y agrava el problema.
Nuestra "calidad de vida" no puede depender de ghettos
custodiados por murallas, alarmas y ejércitos
privados. Por eso reducir la inseguridad y los niveles
de temor es tan prioritario como hacerlas más
eficientes, integradas y creativas. Debemos volver
a mirar el espacio público como el corazón
de la vida moderna, su diseño, su uso, su gestión
y nuevas funciones.
Invertir nuestra habitual lógica
proyectual y definir los sólidos solo a partir
de una clara toma de partido sobre que vacíos
queremos. Desde allí repensar la calle, la plaza,
el parque, el arbolado y el paisaje urbano, aquello
que nos permite construir identidad y experimentar
el encuentro, el intercambio y la diferencia. "Un
sitio se hace lugar solo cuando nos apropiamos culturalmente
de él", diría Heidegger.
Recientes investigaciones demuestran que estas correspondencias
entre diseño urbano, comunidad y espacio público
son complementos ideales para la implementación
de una política de seguridad consistente.
Bill
Hillier, Profesor de la Universidad de Londres,
desde su Laboratorio de Sintaxis Espacial investiga
y mapea los flujos entre delito, lugares y población.
Millones de datos relevados y años de análisis
le han permitido concluir, igual que Jacobs, que la
ciudad compacta y densa es más segura que los
barrios residenciales de baja densidad. Las
zonas especializadas o mono-funcionales con poca presencia
de viviendas -que pierden vitalidad y peatones a cierta
hora- tampoco son recomendables.
La calle vuelve a
ser clave y recomienda anchos acotados -no sobredimensionarla-
y tejido compacto mediante edificios que conformen
una grilla con buena densidad poblacional. Las torres
exentas con rejas o paredones hacia la calle y los
shoppings endogámicos
que se aíslan del espacio público, no
ayudan.
Lo ideal: Manzanas con comercios en planta
baja y edificios de departamentos en los pisos superiores,
conformando calles y barrios animados y heterogéneos
que mezclen distintos tipos de gente y actividades,
desde educativas, culturales, e institucionales, hasta
comerciales, turísticas y productivas ambientalmente
compatibles.
La problemática de la seguridad debe
ser parte de la normativa urbanística y de los
retos iniciales del proyecto, la arquitectura y la
obra pública.
Las angustias e imposibilidades actuales nos desafían
a exigir e innovar desde otras lógicas, con
mayor participación y menos especulación.
Tal vez, los próximos concursos y debates urbanos
en Buenos Aires, entorno a la urbanización
de importantes tierras públicas desafectadas
del uso ferroviario en los barrios de Palermo, Caballito
y Liniers, sean buenas oportunidades para
que nuestra disciplina y colectivo profesional propongan
teniendo en cuenta estas cuestiones. Habrá que
evitar, desde la madurez y la responsabilidad, lo que
Luis Fernández Galiano denomina "arquitectura
urbicida", aquella que responde más al
ego y/o a una oportunidad de negocio que a hacer mejor
ciudad. ¡Ojalá!
|